La sospecha
Un hombre perdió su hacha; y sospechó del hijo de su vecino. Espió la manera de caminar del muchacho –exactamente como un ladrón. Observó la expresión del joven –como la de un ladrón. Tuvo en cuenta su forma de hablar –igual a la de un ladrón. En fin, todos sus gestos y acciones lo denunciaban culpable de hurto.
Pero más tarde, encontró su hacha en un valle. Y después, cuando volvió a ver al hijo de su vecino, todos los gestos y acciones del muchacho parecían muy diferentes de los de un ladrón.
El hombre que no vio a nadie
Había una vez un hombre en el Reino de Chi que tenía sed de oro. Una mañana se vistió elegantemente y se fue a la plaza. Apenas llegó al puesto del comerciante en oro, se apoderó de una pieza y se escabulló.
El oficial que lo llevó preso le preguntó:
-¿Por qué robó el oro de tanta gente?
– Cuando tomé el oro –contestó-, no vi a nadie. No vi más que el oro.
El muro desmoronado
Había una vez un hombre rico en el Reino de Sung.
Después de un aguacero, el muro de su casa comenzó a desmoronarse.
-Si no se repara ese muro, -le dijo su hijo- , por ahí va a entrar un ladrón.
Un viejo vecino le hizo la misma advertencia.
Aquella misma noche le robaron una gran suma de dinero.
Entonces el hombre rico elogió la inteligencia de su hijo; pero desconfió de su viejo vecino.
La parábola del estudio
Ya tengo setenta años –dijo el duque Ping de Dsin a su músico ciego, Shi Kuang-. Aunque quisiera estudiar y leer algunos libros, creo que ya es demasiado tarde.
-¿Por qué no enciende la vela? –sugirió Shi Kuang.
-¿Cómo se atreve un súbdito a bromear con su señor? –exclamó el duque enojado.
-Yo, un músico ciego no me atrevería –protestó Shi Kuang-. Pero he oído decir que si un hombre es estudioso en su juventud, su futuro será brillante como el sol matinal; si se aficiona al estudio en la edad media, es como el sol del mediodía; mientras que si comienza a estudiar de viejo, es como la llama de la vela. Aunque la vela no es muy brillante, por lo menos es mejor que andar a tientas en la oscuridad.
El duque estuvo de acuerdo.
El zorro que se aprovecho del poder del tigre
Andando de cacería, el tigre cogió a un zorro.
– A mí no puedes comerme – dijo el zorro –. El Emperador del Cielo me ha designado rey de todas las bestias. Si me comes desobedecerás sus órdenes. Si no me crees, ven conmigo. Pronto verás como los otros animales huyen en cuanto me ven.
El tigre accedió a acompañarle; y en cuanto los otros animales los veían llegar, escapaban. El tigre creyó que temían al zorro, y no se daba cuenta de que a quien temían era a él.
Diez mil onzas de oro
En el Reino de Qi vivía un tal Dongguo Chang quien tenía la costumbre de expresar en alta voz sus deseos. Una vez dijo que le gustaría poseer diez mil onzas de oro. Uno de sus discípulos le preguntó si podría ayudarlo en caso de que sus deseos se realizaran.
– No – le contestó – necesitaré ese dinero para comprarme un cargo oficial.
Sus discípulos se indignaron. Todos lo abandonaron pasándose al Reino de Song.
Por haberse apegado demasiado a lo que aún no poseía, perdió lo que tenía.
El principe y su arco
El príncipe Xuan era aficionado a disparar flechas y le agradaba que le dijeran que era un arquero fuerte. Pero la verdad era que no podía tender un arco que pesara más de treinta libras. Cuando mostraba su arco a sus acompañantes, éstos simulaban tratar de arquearlo, pero lo hacían sólo hasta la mitad de su extensión.
– ¡Debe pesar por lo menos noventa libras! – exclamaban todos –. Nadie, salvo Su Alteza, puede manejar un arco así.
Y esto llenaba al príncipe de satisfacción.
Aunque tendía un arco de sólo 30 libras, hasta el fin de su vida creyó que éste pesaba 90. Eran 30 de hecho y 90 de nombre. Por mantener fama inmerecida, el príncipe dejó la verdad por el camino.
El vendedor de lanzas y escudos
En el Reino de Chu vivía un hombre que vendía lanzas y escudos.
– Mis escudos son tan sólidos – se jactaba –, que nada puede traspasarlos. Mis lanzas son tan agudas que nada hay que no puedan penetrar.
– ¿Qué pasa si una de sus lanzas choca con uno de sus escudos? – preguntó alguien.
El hombre no replicó.
El pozo
Un pozo fue horadado a orillas de un camino. Los viajeros se sentían felices de poder sacar agua para apagar su sed. Un día se ahogó un hombre en él, y desde entonces todo el mundo empezó a censurar a quien había cavado el pozo en aquel lugar.
Transformando una barra de hielo en aguja
Varios niños que, en vez de ir a la escuela, jugaban en la calle, vieron a una anciana que frotaba incansablemente una barra de hierro contra una piedra.
Intrigados, le preguntaron:
– ¿Qué está haciendo ahí, señora?
Ella contestó seriamente:
– Estoy frotando este lingote para adelgazarlo; quiero hacer con él una aguja para coser mi ropa.
Los muchachos soltaron la risa.
– ¡Nunca conseguirá hacer una aguja con una barra de hierro de ese grosor!
– La froto todos los días, y cada día disminuye algo más, por fin terminará siendo una aguja. Pero pequeños flojos como ustedes no pueden comprender esto – dijo la anciana.
Los niños se miraron entre sí, avergonzados, y corriendo, regresaron a la escuela.
De esta historia nos viene la antigua sentencia que aún circula en nuestros días:
«El trabajo perseverante puede convertir una barra de hierro en una aguja para bordar».